CULTURA – Libros | Se inauguró la Feria del Libro 2022 con un valiente discurso de Saccomano.

Saccomano_GuillermoBUENOS AIRES (TV Mundus) Por Daniel do Campo Spada.- La Feria del Libro se convierte cada año en el principal megaevento cultural de Buenos Aires. Por eso el discurso inaugural adquiere importante trascendencia. En el último año del régimen macrista (2019) el Secretario (porque el macrismo le sacó el rango de Ministerio) de Cultura Pablo Avelluto se tuvo que retirar abucheado por todos los presentes. En la edición de 2022, al retorno presencial después de la cuarentena provocada por el COVID estuvo engalanado por el escritor Guillermo Saccomano, que lejos de “olfear” a las autoridades de la Fundación El Libro fue un auténtico intérprete de los escritores y sus lectores.
Uno de los puntos centrales fue el lugar en el que se hace este año la Feria. Saccomano dijo que sde hacía varias preguntas. “Otra pregunta me queda picando: ¿es una paradoja o responde a una
lógica del sistema que esta Feria se realice en la Rural, que se le pague un
alquiler sideral a la institución que fue instigadora de los golpes militares que
asesinaron escritores y destruyeron libros? En lo personal, creo que esta
situación simbólica refiere una violencia política encubierta.
Cuando pregunté, antes de venir, por qué la Feria se realiza aquí y no en
otro espacio, Ariel Granica, hijo del editor exilado en el 76, tuvo el gesto
solidario y comprensivo de explicarme que no hay otro lugar de magnitud
capaz de albergar tantos expositores y facilitar el ingreso de una multitud. De
producirse un cambio de geografía, me dijo, dependería de la colaboración
del estado en facilitar un predio afín. Le cité el ejemplo de la Feria de
Guadalajara. Y Granica me informó que dicha Feria, a diferencia de esta,
dispone no sólo del respaldo sino también del apoyo económico del estado
mejicano”.

Discurso Completo de Guillermo Saccomano.

Meses atrás, en febrero, ante la inminencia de esta Feria, Silvina Friera
publicó en Página/12 un artículo donde desarrollaba la problemática de la
falta de papel que afecta muchos países. A la escasez de papel, producto de
la pandemia y el aumento en los costos de energía en el mundo, se le suman
en nuestro país los problemas habituales: la industria del papel es
oligopólica, el papel se cotiza en dólares, y aun cotizando en dólares, tiene
inflación y ningún tipo de regulamiento desde el Estado. En consecuencia,
para las editoriales pequeñas y medianas se torna muy difícil planificar la
edición e impresión de libros. La falta de papel se debe a la menor
producción de las dos empresas productoras de papel para hacer libros. Una
es Ledesma, propiedad de la familia Blaquier/Arrieta, una de las más ricas
del país, apellidos vinculados con la última dictadura en crímenes de lesa
humanidad, además de relacionados con la Sociedad Rural, escenario en el
que hoy estamos. La otra empresa es Celulosa Argentina. Su directivo es el
terrateniente y miembro de la Unión Industrial José Urtubey, conectado con
la causa Panamá Papers. Los oligopolios han producido menos por
problemas internos y por la pandemia. Y cabe destacarlo: han destinado su
producción a papel para embalar o para cajas, y no tanto al papel de uso
editorial. Para hacer un libro de unas 160 páginas, con una tirada de 2.000
mil ejemplares, se necesitan entre papel interior y papel de tapa más de
150.000 pesos de inversión. Un editor independiente proponía como solución
la intervención del Estado. Por ejemplo, la creación de una papelera del
Estado. Pero, por supuesto, como no ocurrió en el escándalo Vicentin, es
improbable que suceda su intervención. Sería un hallazgo, en la crisis que
atravesamos, crear una papelera con participación del Estado, que nuclee a
los cartoneros y a las cooperativas.
Al leer esta noticia me pregunté qué tenía esto que ver conmigo, con la
hoja en que empezaba a escribir este texto una noche en el bosque. En los
últimos treinta años, desde que me afinqué en Villa Gesell, esta “tierra
elegida” como la llamábamos con mi amigo Juan Forn, escribo con una
birome negra en un cuaderno de hojas lisas. Me gusta el fluir de esta
escritura en silencio, una grafía que se vincula con el dibujo, y el dibujo, a su
vez, me devuelve a mí mismo. Así me pregunto quién soy, y si esta
ignorancia no es la que induce a la búsqueda de un sentido que a menudo se
me rehúye. La escritura, conjeturo, debe saber más de mí que yo. Tal vez
esta sea la razón por la que en los últimos años me dediqué a la lectura y
escritura de notas sobre poesía. En tanto, con la birome negra en un
cuaderno, escribí en la ciudad, en micros, en trenes, en el mar y también en
el bosque. Y fue en el bosque donde mi escritura se volvió más
reconcentrada y, a un tiempo, abierta, tratando de conectar en un modo zen
el uno con el todo. El monje taoísta vietnamita Thich Nhat Hanh dice que la
hoja donde escribo contiene el árbol del que proviene, desde la semilla,
pasando por la lluvia, el sol, las estaciones, una historia concerniente a la
naturaleza ante la que no puedo hacerme el distraído. Intentaré evitar irme
por las ramas.
Hace un instante comentaba el silencioso acto de la escritura con el
destino final que uno puede, con suerte, atribuirle: la publicación. A qué
precio, vale preguntarse. En un posteo de un editor independiente leí que
imprimir un libro de 290 páginas cuesta tres cuartos de un millón de pesos,
aproximadamente más de 700.000 pesos. Además, vaya detalle, no son
pocos los autores que pagan una parte de la edición con tal de ver publicada
su obra.
Debe haber sido en noviembre. Cuando fui convocado a la inauguración
de esta Feria experimenté sentimientos contradictorios. Me acordé de la
biblioteca de mi padre perseguido político en la casa de un Mataderos de
calles de tierra, hedor de frigoríficos y curtiembres. En esos años fue la toma
del Lisandro de la Torre y la insurgencia barrial ante los carriers y los
tanques. La biblioteca estaba en el fondo de casa, en un galpón lindante con
el gallinero, era vasta y en sus estantes, tablones hasta el techo de cinc,
cargadísimos, convivían, entre otros, Bakunin y Zola, Barbusse y
Dostoievski, Maupassant y Marx, Arlt y Martínez Estrada. Me vi más tarde, a
los quince, cuando empecé a trabajar de cadete en una agencia de
publicidad. Me detenía en las librerías de la avenida Corrientes y en los
puestos de usados de Tribunales. Cuando el dinero no me alcanzaba robaba
los libros. A los quince iba formando mi propio programa de lecturas: Sartre,
Hemingway, Camus, Pavese, Vitorini, Duras, Pasolini, Guinzburg, Faulkner,
Woolf, Mc Cullers, O´Connor, Hamsun. Descubría a Gelman, Bustos,
Bignozzi, Bailey, Porchia, Thenon, Urondo y Pizarnik. Leía El Escarabajo de
Oro y La Rosa Blindada. Era el tiempo de, entre otros, Castillo, Guido, Dal
Masetto, Hecker, Rivera, Orpheé, Puig, Lynch, Briante, Gallardo, y Piglia.
Siempre pensé que el premio mayor para una escritora o un escritor debe ser
que una piba, un pibe, detecten mañana tu libro en una bandeja de usados,
ese entusiasmo al encontrar y encontrarse. Todavía lo sostengo. Desde esta
construcción de mi escritura hablo esta noche.
La Feria siempre me generó tensión. Y no sólo porque uno se se topa
con un injuriante pabellón Martínez de Hoz, que homenajea al esclavista y
saqueador de tierras indígenas, antepasado del tristemente célebre
economista de la última dictadura. Decir Feria implica decir comercio. Esta es
una Feria de la industria, y no de la cultura aunque la misma se adjudique
este rol. En todo caso, es representativa de una manera de entender la
cultura como comercio en la que el autor, que es el actor principal del libro,
como creador, cobra apenas el 10% del precio de tapa de un ejemplar. En
esta Feria se han escuchado y se siguen escuchando discursos bien
intencionados acerca de la función del libro, de su trascendencia, su empleo
como objeto tanto de placer como de herramienta educativa. En fin,
discursos que pronto habrán de ser olvidados.
Cuando fui convocado planteé dos cosas: leer los discursos de quienes
me antecedieron y el pago de honorarios. Sólo pude leer, gracias a la
inquietud de Ezequiel Martínez, a los últimos cuatro o cinco discursos. La
organización de la Feria, presumo, no conserva los anteriores, lo que puede
interpretarse como desidia hacia lo que esas voces reclamaron en cada
oportunidad. Con respecto a mis honorarios, a Ezequiel, además de honesto
periodista cultural, hijo de un gran escritor, no puso reparo. Es más, coincidió
en que se trataba, sin vueltas, de trabajo intelectual. Y como tal debía ser
remunerado, aunque hasta ahora, como tradición, este trabajo hubiera sido,
gratuito. No creo que mencionar el dinero en una celebración comercial sea
de mal gusto. ¿Acaso hay un afuera de la cultura de la plusvalía?
Quiero aclararlo, en los años que llevo publicando debí demandar a varias
editoriales, incluyendo alguna progresista, para recuperar los derechos de
publicación de un libro una vez vencido el período del contrato y otros
incumplimientos de cláusulas acordadas. En esas demandas me asistió el
amigo Oscar Finkelberg, un especialista en derechos de autor. Tomás Eloy
Martínez supo agradecerle a Finkelberg en una dedicatoria haberle probado
que los derechos de autor son también derechos humanos.
Nuestra relación con los editores es siempre despareja. Nos sentamos en
desventaja a ofrecer nuestra sangre, no otra cosa es la tinta. El editor es
propietario de un banco de sangre compuesto por un arsenal de títulos
publicados siempre en condiciones desfavorables para quienes terminan
donando prácticamente su obra.
De manera que, desde que recibí el ofrecimiento de intervenir acá, no
pude menos que, todo un trabajo, todos los días dedicarme a pensar de qué
iba a hablar, qué decir. En principio, me dije, debía y debo agradecer a
quienes me propusieron como forma de reconocimiento a mi producción.
Pero elegí, elijo, ahondar en la tensión. Es decir, elijo la sinceridad. Más
tarde, a través de algunos amigos, algunos editores, y no daré nombres,
supe de quienes se opusieron al pago. Su argumento consistía en que
pronunciar este discurso significaba un prestigio. Me imaginé en el
supermercado tratando de convencer al chino de que iba a pagar la compra
con prestigio. Entre quienes cuestionaban el pago de honorarios no faltó
quien planteara que, de pagar, la cifra dependería de la extensión del
discurso. Me pregunté a cuánto podría reducirse la suma si yo decidía
resolver el discurso, en modo patafísico, con un aforismo. Además,
convinieron esos editores, si se me pagaba, se establecía un antecedente
que perjudicaba los intereses de la Feria. ¿Qué los sorprendía? Es que
quienes me precedieron en este lugar, comprometidos con la defensa del
libro, nunca habían cobrado. El uso que de estas figuras hizo la Feria en
función de su propio prestigio ha sido mala fe ideológica y no se obviar. Por
tanto, soy el primer escritor que cobra por este trabajo.
Como se apreciará, me limito a narrar hechos y describir. Procuro una
narración realista que puede ilustrar los porqués de mi tensión en esta Feria
y preguntarme cuánto en ella, más allá de las presentaciones de libros,
mesas redondas y debates, es su real interés en la literatura, su significación.
A esta Feria, queda claro, le importan más los libros que más se venden,
que, como es sabido, suelen ser complacientes con la visión quietista del
poder. Conviene quizá que lo aclare: la literatura que me interesa – trátese
de ensayo, poesía, narrativa -, ilumina, perturba, incomoda y subvierte.
Otra situación que no se puede soslayar es que las sucesivas crisis
económicas han afectado no sólo la industria editorial. No es una novedad
que nuestro país ha superado el 40% estadístico de pobreza y que la línea
de hambre es impiadosa. En su introducción a los Hechos del Rey Arturo y
sus Nobles Caballeros de Thomas Mallory, John Steimbeck escribió: “Hay
muchas personas que olvidan, cuando crecen, lo mucho que les costó
aprender a leer. Quizá se trate del mayor esfuerzo emprendido por un ser
humano, y debe afrontarlo cuando niño. Un adulto rara vez sale triunfante de
esa empresa, la de reducir la experiencia a un orbe de símbolos. Los seres
humanos han existido durante mil millares de años, y sólo han aprendido
este prodigio en los últimos diez últimos millares de los mil millares”.
Corresponde entonces preguntarse si un chico con hambre está en
condiciones de realizar esa operación, asimilar conocimiento cuando no ha
asimilado alimento.
Al mismo tiempo, si retornamos a la crisis del papel, no podemos dejar de
lado el crimen impune de las políticas extractivas que sustenta el estado y
contribuye al desastre de la naturaleza. No me desvío demasiado: hace un
tiempo también leí en The Guardian que la estadística de millones de
fugitivos de los desastres climáticos supera los millones de refugiados por
desastres bélicos: aproximadamente dieciséis conflictos bélicos en la
actualidad. En nuestro país los incendios forestales son tan graves como los
efectos asesinos del gaseo pesticida. A propósito, les recomiendo el libro del
fotorreportero Pablo Piovano. En esas imágenes espectrales de seres
deformados podrán observar eso que los medios invisibilizan, una tragedia
ninguneada y oculta que no es tan espectacular como las secas de cuencas
acuíferas y los incendios. Tampoco, se me dirá, es pertinente traer acá la
indigencia de los pueblos originarios y sus territorios que históricamente les
pertenecen y les fueron expropiados a partir del genocidio roquista. Sin
embargo, tanto el asesinato de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel como la
represión sobre el pueblo mapuche están en línea directa con esta estrategia
de expoliación y entrega de recursos.
La teoría literaria, sostiene el marxista irlandés Terry Eagleton, es, ni más
ni menos, que teoría política. Leída desde esta perspectiva, desde sus
orígenes, nuestra literatura está signada por la violencia política: el indio, la
mujer y el inmigrante son las víctimas y han sido y siguen siendo muchas
veces escamoteadas. Toda nuestra literatura, incluso aquella que se define
como de evasión, aunque se haga la otaria, también tiene que ver con la
violencia política. Es que, me digo, si escribimos no podemos jugarla de
inocentes. Si me remito a los versos de John Donne queda claro por quién
doblan las campanas. Doblan por nosotros.
Otra pregunta me queda picando: ¿es una paradoja o responde a una
lógica del sistema que esta Feria se realice en la Rural, que se le pague un
alquiler sideral a la institución que fue instigadora de los golpes militares que
asesinaron escritores y destruyeron libros? En lo personal, creo que esta
situación simbólica refiere una violencia política encubierta.
Cuando pregunté, antes de venir, por qué la Feria se realiza aquí y no en
otro espacio, Ariel Granica, hijo del editor exilado en el 76, tuvo el gesto
solidario y comprensivo de explicarme que no hay otro lugar de magnitud
capaz de albergar tantos expositores y facilitar el ingreso de una multitud. De
producirse un cambio de geografía, me dijo, dependería de la colaboración
del estado en facilitar un predio afín. Le cité el ejemplo de la Feria de
Guadalajara. Y Granica me informó que dicha Feria, a diferencia de esta,
dispone no sólo del respaldo sino también del apoyo económico del estado
mejicano.
Si la Feria le paga una fortuna a la Rural, esto justifica la cuantiosa cifra
del alquiler de los predios de los expositores. De modo que quien visita esta
Feria, debe contemplar que al costo de la entrada debe sumarle el precio del
libro. Alguna vez esta Feria tuvo como lema propiciar la relación del autor
con el lector. La sombra del dinero enturbia, como vemos, la naturaleza de
esa conexión.
Quiero, en este relato, plantear otra pregunta: si este es el cuadro de
situación de la Feria, que no es nuevo, en medio de esta crisis económica
que depreda nuestro país, ¿quiénes son los lectores que llegan al libro sino
los de una clase media pauperizada siempre y cuando no gasten demasiado
en la gaseosa y los panchos?
Acá se habla de los riesgos de la industria, se repite retórica la necesidad
del acceso a los libros, se habla y se habla. Parafraseando a Greta
Thumberg, blablablá. Pero cómo hablar de lectores, me pregunto, si se elude
desde los estamentos gubernamentales la enseñanza y el aliento de la
lectura, que no se arregla ingenuamente repartiendo fascículos literarios en
las canchas ni con una candorosa primera dama leyendo cuentos a los
chicos de vacaciones en Mar del Plata. No me voy a detener acá en los
exabruptos fascistas de la ministra de educación porteña, tampoco en el
menosprecio del ministro de cultura porteño por los premios municipales a la
labor de creadores en literatura, teatro, música y artes visuales, subsidios a
menudo en riesgo. Pero no puedo pasar por alto a un reciente ministro de
educación nacional que, al encarar una enésima reforma educativa,
declaraba no hace tanto que estábamos ante un “proceso de reorganización”
pedagógico. “Los límites de mi lenguaje son los de mi mundo”, escribió
Wittgenstein, pensamiento que ese ministro seguramente ignorará. Subrayo
los términos del ministro: “proceso de reorganización”. Tzvetan Todorov
afirma que un país que ha padecido campos de concentración tiene el
corazón comido por gusanos. Me pregunto entonces cuál es la calidad
educativa en nuestro país que ha sufrido ya suficientes reformas educativas
para que, encima, un ministro, pueda expresarse en estos términos. No creo
necesario extenderme abarcando la situación siempre precaria de los
docentes en el país donde fue asesinado el maestro Fuentealba y en los
últimos años otros maestros murieron por la explosión de las garrafas en
escuelas convertidas en comederos.
La literatura que me gusta no baja línea. Y, lo que escribo en esta hoja,
tampoco baja línea. Simplemente soy descriptivo, estas son las cosas que se
juegan para quienes elegimos este oficio. Inexorable, la tensión me impulsa
hacia un nervioso desorden enumerativo. Asumo el riesgo de ser
malentendido y juzgado como aguafiestas. Pero, a pesar del frenesí y la
euforia de la organización y su expectativa en la facturación, nuestro
presente no tiene mucho de festivo. Quienes me han leído saben que, acá,
ahora, persisto en sostener una contrariada coherencia. Estoy convencido,
estos datos y anécdotas tienen que ver con la escritura. No la determinan,
pero inciden más de lo que me gustaría cuando viene el momento de
publicar.
A pesar de todo, no soy pesimista. Son varias las generaciones que, en
el presente, desde la diversidad y la disidencia, están generando escrituras
cuestionadoras. La crisis que afecta a la industria es tanto una realidad como
la de quienes, a pesar de las dificultades colectivas y personales de toda
índole, persisten en la escritura y creen que, si bien la escritura no puede
transformar el mundo, puede hacerlo un poco mejor.
La vida es breve, uno escribe contra la fugacidad. Escribir es el intento
muchas veces frustrado de capturar instantes de belleza, registrarlos para
que sobrevivan a pesar de la finitud. Se escribe en soledad, pero no ajeno a
las contradicciones de lo social. Hace falta una gran tolerancia al fracaso
para este oficio. “Escribo porque sufro”, dice John Berger. Y lo dice “con la
esperanza entre los dientes”. Y esta es una verdad que no se transa.
Mientras escribía este texto, para aliviar la tensión, con la conciencia de
que este discurso pronto será olvido, salí a la noche, al bosque. Me acerqué
a un árbol añoso, lo toqué, respiré la oscuridad. Al volver a la mesa, a la
birome negra y a la hoja, algo había pasado, una especie de gratitud. Y seguí
escribiendo. No cambiaría este oficio por nada.

FUENTE. Ver Acá

do Campo Spada, 2022 © – ddocampo@tvmundus.com.ar

MAYO 2022-05-01 |TECUM – NOVO MundusNET Televisión
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