DOCUMENTO – Legado | La Historia me absolverá. PARTE I.

fidel_moncada

Por Fidel Castro Ruz.

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banner_fidelREDACCIÓN: El 26 de Julio de 1953, Fidel Castro al frente de un grupo de revolucionarios intentaron tomar el Cuartel del Mocada en la zona de Oriente en la República de Cuba. La posición estratégica y el arsenal disponible hubieran permitido un inmediato triunfo sobre el dictador Fulgencio Batista. A pesar de la derrota militar, el juicio público en el cual el líder revolucionario se autodefendió dio nacimiento al primer gran documento de la historia contemporánea de la isla caribeña. En diez entregas, TV Mundus entrega la transcripción de unas palabras que deberían ser de lectura obligtoria para todos los patriotas de América Latina.

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Señores magistrados:

Nunca un abogado ha tenido que ejercer su oficio en tan difíciles condiciones: nunca contra un acusado se había cometido tal cúmulo de abrumadoras irregularidades. Uno y otro, son en este caso la misma persona. Como abogado, no ha podido ni tan siquiera ver el sumario y, como acusado, hace hoy setenta y seis días que está encerrado en una celda solitaria, total y absolutamente incomunicado, por encima de todas las prescripciones humanas y legales.

Quien está hablando aborrece con toda su alma la vanidad pueril y no están ni su ánimo ni su temperamento para poses de tribuno ni sensacionalismo de ninguna índole. Si he tenido que asumir mi propia defensa ante este tribunal se debe a dos motivos. Uno: porque prácticamente se me privó de ella por completo; otro: porque sólo quien haya sido herido tan hondo, y haya visto tan desamparada la patria y envilecida la justicia, puede hablar en una ocasión como ésta con palabras que sean sangre del corazón y entrañas de la verdad.

No faltaron compañeros generosos que quisieran defenderme, y el Colegio de Abogados de La Habana designó para que me representara en esta causa a un competente y valeroso letrado: el doctor Jorge Pagliery, decano del Colegio de esta ciudad. No lo dejaron, sin embargo, desempeñar su misión: las puertas de la prisión estaban cerradas para él cuantas veces intentaba verme; sólo al cabo de mes y medio, debido a que intervino la Audiencia, se le concedieron diez minutos para entrevistarse conmigo en presencia de un sargento del Servicio de Inteligencia Militar. Se supone que un abogado deba conversar privadamente con su defendido, salvo que se trata de un prisionero de guerra cubano en manos de un implacable despotismo que no reconozca reglas legales ni humanas. Ni el doctor Pagliery ni yo estuvimos dispuestos a tolerar esta sucia fiscalización de nuestras armas para el juicio oral. ¿Querían acaso saber de antemano con qué medios iban a ser reducidas a polvo las fabulosas mentiras que habían elaborado en torno a los hechos del cuartel Moncada y sacarse a relucir las terribles verdades que deseaban ocultar a toda costa? Fue entonces cuando se decidió que, haciendo uso de mi condición de abogado, asumiese yo mismo mi propia defensa.

Esta decisión, oída y trasmitida por el sargento del SIM, provocó inusitados temores; parece que algún duendecillo burlón se complacía diciéndoles que por culpa mía los planes iban a salir muy mal; y vosotros sabéis de sobra, señores magistrados, cuántas presiones se han ejercido para que se me despojase también de este derecho consagrado en Cuba por una larga tradición. El tribunal no pudo acceder a tales pretensiones porque era ya dejar a un acusado en el colmo de la indefensión. Ese acusado, que está ejerciendo ahora ese derecho, por ninguna razón del mundo callará lo que debe decir. Y estimo que hay que explicar, primero que nada, y qué se debió la feroz incomunicación a que fui sometido; cuál es el propósito al reducirme al silencio; por qué se fraguaron planes; qué hechos gravísimos se le quieren ocultar al pueblo; cuál es el secreto de todas las cosas extrañas que han ocurrido en este proceso. Es lo que me propongo hacer con entera claridad.

Vosotros habéis calificado este juicio públicamente como el más trascendental de la historia republicana, y así lo habéis creído sinceramente, no debisteis permitir que os lo mancharan con un fardo de burlas a vuestra autoridad. La primer sesión del juicio fue el 21 de septiembre. Entre un centenar de ametralladoras y bayonetas que invadían escandalosamente la sala de justicia, más de cien personas se sentaron en el banquillo de los acusados. Una gran mayoría era ajena a los hechos y guardaba prisión preventiva hacía muchos días, después de sufrir toda clase de vejámenes y maltratos en los calabozos de los cuerpos represivos; pero el resto de los acusados, que era el menor número, estaban gallardamente firmes, dispuestos a confirmar con orgullo su participación en la batalla por la libertad, dar un ejemplo de abnegación sin precedentes y librar de las garras de la cárcel a aquel grupo de personas que con toda mala fe habían sido incluidas en el proceso. Los que habían combatido una vez volvían a enfrentarse. Otra vez la causa justa del lado nuestro; iba a librarse contra la infamia el combate terrible de la verdad. ¡Y ciertamente que no esperaba el régimen la catástrofe moral que se avecinaba!

¿Cómo mantener todas su falsas acusaciones? ¿Cómo impedir que se supiera lo que en realidad había ocurrido, cuando tal número de jóvenes había ocurrido, cuando tal número de jóvenes estaban dispuestos a correr todos los riesgos: cárcel, tortura y muerte, si era preciso, por denunciarlo ante el tribunal?

En aquella primera sesión se me llamó a declarar y fui sometido a interrogatorio durante dos horas, contestando las preguntas del señor fiscal y los veinte abogados de la defensa. Puede probar con cifras exactas y datos irrebatibles las cantidades de dinero invertido, la forma en que se habían obtenido y las armas que logramos reunir. No tenía nada que ocultar, porque en realidad todo había sido logrado con sacrificios sin precedentes en nuestras contiendas republicanas. Hablé de los propósitos que nos inspiraban en la lucha y del comportamiento humano y generoso que en todo momento mantuvimos con nuestros adversarios. Si pude cumplir mi cometido demostrando la no participación, ni directa ni indirecta, de todos los acusados falsamente comprometidos en la causa, se lo debo a la total adhesión y respaldo de mis heroicos compañeros, pues dije que ellos no se avergonzarían ni se arrepentirían de su condición de revolucionarios y de patriotas por el hecho de tener que sufrir las consecuencias. No se me permitió nunca hablar con ellos en la prisión y, sin embargo, pensábamos hacer exactamente lo mismo. Es que, cuando los hombres llevan en la mente un mismo ideal, nada puede incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni la tierra de los cementerios, porque un mismo recuerdo, una misma alma, una misma idea, una misma conciencia y dignidad los alienta a todos.

Desde aquel momento comenzó a desmoronarse como castillo de naipes el edificio de mentiras infames que había levantado el gobierno en torno a los hechos, resultando de ello que el señor fiscal comprendió cuán absurdo era mantener en prisión intelectuales, solicitando de inmediato para ellas la libertas provisional.

Terminadas mis declaraciones en aquella primera sesión, yo había solicitado permiso del tribunal para abandonar el banco de los acusados y ocupar un puesto entre los abogados defensores, lo que, en efecto, me fue concedido. Comenzaba para mí entonces la misión que consideraba más importante en este juicio: destruir totalmente las cobardes calumnias que se lanzaron contra nuestros combatientes, y poner en evidencia irrebatible los crímenes espantosos y repugnantes que se habían cometido con los prisioneros, mostrando ante la faz de la nación y del mundo la infinita desgracia de este pueblo, que está sufriendo la opresión más cruel e inhumana de toda su historia.

La segunda sesión fue el martes 22 de septiembre. Acababan de prestar declaración apenas diez personas y ya había logrado poner en claro los asesinatos cometidos en la zona de Manzanillo, estableciendo específicamente y haciéndola constar en acta, la responsabilidad directa del capitán jefe de aquel puesto militar. Faltaban por declarar todavía trescientas personas. ¿Qué sería cuando, con una cantidad abrumadora de datos y pruebas reunidos, procediera a interrogar, delante del tribunal, a los propios militares responsables de aquellos hechos? ¿Podía permitir el gobierno que yo realizara tal cosa en presencia del público numeroso que asistía a las sesiones, los reporteros de prensa, letrados de toda la Isla y los líderes de los partidos de oposición a quienes estúpidamente habían sentado en el banco de los acusados para que ahora pudieran escuchar bien de cerca todo cuanto allí se ventilara? ¡Primero dinamitaban la Audiencia, con todos sus magistrados, que permitirlo!

Idearon sustraerme del juicio y procedieron a ellos manu militari. El viernes 25 de septiembre por la noche, víspera de la tercera sesión, se presentaron en mi celda dos médicos sesión, se presentaron en mi celda dos médicos del penal; estaban visiblemente apenados: “Venimos a hacerte un reconocimiento” —me dijeron. “¿Y quién se preocupa tanto por mi salud?” —les pregunté. Realmente, desde que los ví había comprendido el propósito. Ellos no pudieron ser más caballeros y me explicaron la verdad: esa misma tarde había estado en la prisión el coronel Chaviano y les dijo que yo “le estaba haciendo en el juicio un daño terrible al gobierno”, que tenían que firmar un certificado donde se hiciera constar que estaba enfermo y no podía, por tanto, seguir asistiendo a las sesiones. Me expresaron además los médicos que ellos, por su parte, estaban dispuestos a renunciar a sus cargos y exponerse a las persecuciones, que ponían el asunto en mis manos para que yo decidiera. Para mí era duro pedirles a aquellos hombres que se inmolaran sin consideraciones, pero tampoco podía consentir, por ningún concepto, que se llevaran a cabo tales propósitos. Para dejarlo a sus propias conciencias, me limité a contestarles: “Ustedes sabrán cuál es su deber; yo sé bien cuál es el mío.”

Ellos, después que se retiraron, firmaron el certificado; sé que lo hicieron porque creían de buena fe que era el único modo de salvarme al vida, que veían en sumo peligro. No me comprometí a guardar silencio sobre este diálogo; sólo estoy comprometido con la verdad, y si decirla en este caso pudieran lesionar el interés material de esos buenos profesionales, dejo limpio de toda duda su honor, que vale mucho más. Aquella misma noche, redacté una carta para este tribunal, denunciando el plan que se tramaba, solicitando la visita de dos médicos forenses para que certificaran mi perfecto estado de salud y expresándoles que si, para salvar mi vida, tenían que permitir semejante artimaña, prefería perderla mil veces. Para dar a entender que estaba resuelto a luchar solo contra tanta bajeza, añadí a mi escrito aquel pensamiento del Maestro: “Un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército”. Ésa fue la carta que, como sabe el tribunal, presentó la doctora Melba Hernández, en la sesión tercera del juicio oral del 26 de septiembre. Pude hacerla llegar a ella, a pesar de la implacable vigilancia que sobre mí pesaba. Con motivo de dicha carta, por supuesto, se tomaron inmediatas represalias: incomunicaron a la doctora Hernández, y a mí, como ya lo estaba, me confinaron al más apartado lugar de la cárcel. A partir de entonces, todos los acusados eran registrados minuciosamente, de pies a cabeza, antes de salir para el juicio.

Vinieron los médicos forenses el día 27 y certificaron que, en efecto, estaba perfectamente bien de salud. Sin embargo, pese a las reiteradas órdenes del tribunal, no se me volvió a traer a ninguna sesión del juicio. Agréguese a esto que todos los días eran distribuidos, por personas desconocidas, cientos de panfletos apócrifos donde se hablaba de rescatarme de la prisión, coartada estúpida para eliminarme físicamente con pretexto de evasión. Fracasados estos propósitos por la denuncia oportuna de amigos y alertas y descubierta la falsedad del certificado médico, n les quedó otro recurso, para impedir mi asistencia al juicio, que el desacato abierto y descarado…

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