DOCUMENTO – Legado | La Historia me absolverá. PARTE II.

Fidel Castro al momento de ser detenido tras el fallido asalto al Cuartel Moncadael 26 de Julio de 1953.

Fidel Castro al momento de ser detenido tras el fallido asalto al Cuartel Moncadael 26 de Julio de 1953.

Por Fidel Castro Ruz.

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banner_fidelREDACCIÓN: El 26 de Julio de 1953, Fidel Castro al frente de un grupo de revolucionarios intentaron tomar el Cuartel del Mocada en la zona de Oriente en la República de Cuba. La posición estratégica y el arsenal disponible hubieran permitido un inmediato triunfo sobre el dictador Fulgencio Batista. A pesar de la derrota militar, el juicio público en el cual el líder revolucionario se autodefendió dio nacimiento al primer gran documento de la historia contemporánea de la isla caribeña. En diez entregas, TV Mundus entrega la transcripción de unas palabras que deberían ser de lectura obligtoria para todos los patriotas de América Latina.

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Caso insólito el que se estaba produciendo, señores magistrados: un régimen que tenía miedo de presentar a un acusado ante los tribunales; un régimen de terror y de sangre, que se espantaba ante la convicción moral de un hombre indefenso, desarmado, incomunicado y calumniado. Así, después de haberme privado de todo, me privaban por último del juicio donde era el principal acusado. Téngase en cuenta que esto se hacía estando en plena vigencia la suspensión de garantías y funcionando con todo rigor la Ley de Orden Público y la censura de radio y prensa. ¡Qué crímenes tan horrendos habrá cometido este régimen que tanto temía la voz de un acusado!

Debo hacer hincapié en actitud insolente e irrespetuosa que con respecto a vosotros han mantenido en todo momento los jefes militares. Cuantas veces este tribunal ordenó que cesara la inhumana incomunicación que pesaban sobre mí, cuantas veces ordenó que se respetasen mis derechos más elementales, cuantas veces demandó que se me presentara a juicio, jamás fue obedecido; una por una, se desacataron todas sus órdenes. Peor todavía: en la misma presencia del tribunal, en la primera y segunda sesión, se me puso al lado una guardia perentoria para que me impidiera en absoluto hablar con nadie, ni aun en los momentos de receso, dando a entender que, no ya en la prisión, sino hasta en la misma Audiencia y en vuestra presencia, no hacían el menor caso de vuestras disposiciones. Pensaba plantear este problema en la sesión siguiente como cuestión de elemental honor para el tribunal, pero… ya no volví más. Y si a cambio de tanta irrespetuosidad nos traen aquí para que vosotros nos enviéis a la cárcel, en nombre de una legalidad que únicamente ellos y exclusivamente ellos están violando desde el 10 de marzo, harto triste es el papel que os quieren imponer. No se ha cumplido ciertamente en este caso ni una sola vez la máxima latina: cedant arma togae. Ruego tengáis muy en cuenta esta circunstancia.

Más, todas las medidas resultaron completamente inútiles, porque mis bravos compañeros, con civismo sin precedentes, cumplieron cabalmente su deber.

“Sí, vinimos a combatir por la libertad de Cuba y no nos arrepentimos de haberlo hecho”, decían uno por uno cuando eran llamados a declarar, e inmediatamente, con impresionante hombría, dirigiéndose al tribunal, denunciaban los crímenes horribles que se habían cometido en los cuerpos de nuestros hermanos. Aunque ausente, pude seguir el proceso desde mi celda en todos sus detalles, gracias a la población penal de la prisión de Boniato que, pese a todas las amenazas de severos castigos, se valieron de ingeniosos medios para poner en mis manos recortes de periódicos e informaciones de toda clase. Vengaron así los abusos e inmoralidades del director Taboada y del teniente supervisor Rosabal, que los hacen trabajar de sol a sol, construyendo palacetes privados, y encima los matan de hambre malversando los fondos de subsistencia.

A medida que se desarrolló el juicio, los papeles se invirtieron: los que iban a acusar salieron acusados, y los acusados se convirtieron en acusadores. No se juzgó allí a los revolucionarios, se juzgó para siempre a un señor que se llama Batista… ¡Monstrum horrendum!… No importa que los valientes y dignos jóvenes hayan sido condenados, si mañana el pueblo condenará al dictador y a sus crueles esbirros. A Isla de Pinos se les envió, en cuyas circulares mora todavía el espectro de Castells y no se ha apagado aún el grito de tantos y tantos asesinados; allí han ido a purgar, en amargo cautiverio, su amor a la libertad, secuestrados de la sociedad, arrancados de sus hogares y desterrados de la patria. ¿No creéis, como dije, que en tales circunstancias es ingrato y difícil a este abogado cumplir su misión?

Como resultado de tantas maquinaciones turbias e ilegales, por voluntad de los que mandan y debilidad de los que juzgan, heme aquí en este cuartico del Hospital Civil, adonde se me ha traído para ser juzgado en sigilo, de modo que no se me oiga, que mi voz se apague y nadie se entere de las cosas que voy a decir. ¿Para qué se quiere ese imponente Palacio de Justicia, donde los señores magistrados se encontrarán, sin duda, mucho más cómodos? No es conveniente, os lo advierto, que se imparta justicia desde el cuarto de un hospital rodeado de centinelas con bayonetas calada, porque pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia está enferma… y está presa.

Os recuerdo que vuestras leyes de procedimiento establecen que el juicio será “oral y público”; sin embargo, se ha impedido por completo al pueblo la entrada en esta sesión. Sólo han dejado pasar dos letrados y seis periodistas, en cuyos periódicos la censura no permitirá publicar una palabra. Veo que tengo por único público, en la sala y en los pasillos, cerca de cien soldados y oficiales. ¡Gracias por la seria y amable atención que me están prestando! ¡Ojalá tuviera delante de mí todo el Ejército! Yo sé que algún día arderá en deseos de lavar la mancha terrible de vergüenza y de sangre que han lanzado sobre el uniforme militar las ambiciones de un grupito desalmado. Entonces ¡ay de los que cabalgan hoy cómodamente sobre sus nobles guerreras… si es que el pueblo no los ha desmontado mucho antes!

Por último, debo decir que no se dejó pasar a mi celda en la prisión ningún tratado de derecho penal. Sólo puedo disponer de este minúsculo código que me acaba de prestar un letrado, el valiente defensor de mis compañeros: doctor Baudilio Castellanos. De igual modo se prohibió que llegaran a mis manos los libros de Martí; parece que la censura de la prisión los consideró demasiado subversivos. ¿O será porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de Julio? Se impidió, además, que trajese a este juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra materia. ¡No importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos.

Sólo una cosa voy a pedirle al tribunal; espero que me la conceda en compensación de tanto exceso y desafuero como ha tenido que sufrir este acusado sin amparo alguno de las leyes: que se respete mi derecho a expresarme con entera libertad. Sin ello no podrán llenarse ni las meras apariencias de justicia y el último eslabón sería, más que ningún otro, de ignominia y cobardía.

Confieso que algo me ha decepcionado. Pensé que el señor fiscal vendría con una acusación terrible, dispuesto a justificar hasta la saciedad la pretensión y los motivos por los cuales en nombre del derecho y de la justicia —y ¿de qué derecho y de qué justicia? —se me debe condenar a veintiséis años de prisión. Pero no. Se ha limitado exclusivamente a leer el artículo 148 del Código de Defensa Social, por el cual, más circunstancias agravantes, solicita para mí la respetable cantidad de veintiséis años de prisión. Dos minutos me parece muy poco tiempo para pedir y justificar que un hombre se pase a la sombra más de un cuarto de siglo. ¿Está por ventura el señor fiscal disgustado con el tribunal? Porque, según observo, su laconismo en este caso se da de narices con aquella solemnidad con que los señores magistrados declararon, un tanto orgullosos, que éste era un proceso de suma importancia, y yo he visto a los señores fiscales hablar diez veces más en un simple caso de drogas heroicas para solicitar que un ciudadano sea condenado a seis meses de prisión. El señor fiscal no ha pronunciado una sola palabra para respaldar su petición. Soy justo…, comprendo que es difícil, para un fiscal que juró ser fiel a la Constitución de la República, venir aquí en nombre de un gobierno inconstitucional, factual, estatuario, de ninguna legalidad y menos moralidad, a pedir que un joven cubano, abogado como él, quizás… tan decente como él, sea enviado por veintiséis años a la cárcel. Pero el señor fiscal es un hombre de talento y yo he visto personas con menos talento que él escribir largos mamotretos en defensa de esta situación. ¿Cómo, pues, creer que carezca de razones para defenderlo, aunque sea durante quince minutos, por mucha repugnancia que esto le inspire a cualquier persona decente? Es indudable que en el fondo de esto hay una gran conjura.

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